PRECAUCION: LETRAS

PRECAUCION: LETRAS
la combinación de dos o mas letras, puede tener significado

martes, 7 de abril de 2009

EL TIO BABIL

Me despierto sobresaltado. Noche cerrada. Debo extrañar la cama en casa de la abuela. Bajo a tomar un poco de leche caliente. Siempre me ha ayudado contra el insomnio.
Sentado en esta cocina tornan los recuerdos que me han acompañado durante todo el día. Ayer enterramos a tía Felisa, mi madrina y hermana de mi padre. Se que tengo que escribir su historia, tal como le prometí.

Todo comenzó hace años el día en que el tío Babil, hermano de la abuela, no se levantó a desayunar y cuando entraron, estaba muerto. Esa noche al volver a casa tras el funeral encontré a la tía en la cocina, así como yo ahora. Hacía años que Felisa no había subido desde Zaragoza, parecía no querer saber nada con el pueblo. Por eso me extrañó que se quedara, y mas aún verla allí cabizbaja y compungida. Tenía los ojos muy rojizos y húmedos. Era quien más parecía haber sentido la pérdida del tío. No había venido al pueblo en casi diez años. Creo que desde la muerte, o suicidio, de su marido Ramiro. Este era un tratante de ganado gallego, que inmediatamente después de la boda, se la llevó a un pueblo cercano a Zaragoza. No tuvieron hijos. Dicen que se daba mucho a la bebida.

En aquella cocina, en mi época de estudiante, había conseguido que la tía me contara extrañas historias del pueblo. Por eso al verla así, recuperando la ceremonia de antaño, saqué una botella de patxarán, y poniéndola junto a dos vasos entre nosotros le dije:

- Tita Fe, cuéntame alguna historia del pueblo.

Aún recuerdo su mirada. Asustaba de profunda. Con un dolor desgarrador. Pero, de pronto, como si una chispa hubiera acabado de incendiar un pajar… sonrió levemente y me dijo:

- ¡Bien! Te contaré una gran historia, pero con dos condiciones.
- ¿Cuales?
- La primera, que un día la escribirás tal cual…
- Y… ¿la segunda?
- Que me prometas guardarla en absoluto secreto hasta mi muerte.

Sin siquiera haber sido consciente de sus condiciones acepté.
Y comenzó:

Te hablaré del tío Babil. Que… igual está aquí ahora entre nosotros, pues ya habrás oído que era un poco brujo. ¡Cosas de pueblos! A los pastores siempre se les ha achacado unas facultades que el resto no llegamos a tener. Tal vez sea por el tiempo que pasan solos que agudiza sus dotes de observación y que les hace desarrollar algunas capacidades. Dicen que era zahorí, a pesar de no utilizar ningún instrumento. Ni artilugios ni horquillas. Entraba en una finca, levantaba la cabeza y decía:

- ¡Sí! huelo a agua. Y seguía vagando, hasta que se plantaba erguido en un lugar, entornaba los ojos y reía:
- Aquí está. ¡Joder mocé! La siento como si me llevara los pies tras ella.

Y siempre acertaba. En eso como en otras muchas cosas. Muchos confiaban en él, pero a escondidas. Como el día que Antonia, la de “tres olivas”, le trajo envuelto en un periódico un pernil. Hacía dos meses que repentinamente había muerto Ramón, su marido. Tenía ella tres hijos pequeños… y lo estaba pasando mal. Acudió al tío para ver si este le podía indicar donde había escondido Ramón los ahorros que sabía guardaba.

- A los dos días me dijo que mirase en el corral, junto a los palos en que duermen las gallinas, en la pared, tras una piedra rojiza, la más grande y casi cuadrada… efectivamente, allí estaban los ahorros. Es un ángel, me dijo La Antonia mientras nos despedíamos.

Tiempo después, continuó mi tía, tras dos años insoportables con Ramiro y aprovechando que éste se había ido unos días a Galicia, acudí a pedirle ayuda al tío.
Le pregunté sobre sus facultades “sus historias” como las llamaba él. Aquella noche me contó como había perdido la mano izquierda siendo zagal. Buscando un corderito perdido, metió la mano entre unas zarzas… y se la pilló un cepo para lobos. Atrapado, sin poder soltarse, con el frío, la sangre, y sin nadie que contestara a sus gritos, la vida se le iba poco a poco; hasta que un sopor como de sueño, le invadió. Sintió un enorme deseo de ir a su casa, despedirse de los suyos. Me contó, que de repente se vio en medio de la cocina. Vio a todos sentados junto al fuego… y cómo, súbitamente, un huracán entrando por la chimenea levantaba una gran nube de chispas ante la lumbre. Al instante, todos salieron a buscarle. Se veía a sí mismo, un espectral mocete de apenas siete años, guiándolos hasta el bosque. Perdió la mano.

En la familia nunca hablaron de aquello. Pero, desde entonces, descubrió Babil que antes de dormir podía colarse entre los sueños, como entre las páginas de un libro mientras lo ojeas. Entrar en otro mundo previamente elegido por él.
Tras esta confidencia suya, me atreví a comentarle el motivo de mi visita.

Ramiro se había ido de casa, me había dejado por otra. Por ello le solicité, le rogué, que hiciera lo posible para recuperarlo, pues seguía locamente enamorada de él. Tras serenarme y con esa sonrisa socarrona que tenía, me miró a los ojos y respondió:

- No te preocupes, haré todo lo que esté en mi mano… izquierda.

Al día siguiente me mandó llamar a casa de mi madre. Quería verme urgentemente.
Cuando acudí estaba en la cama. Tenía magulladuras en la cara y una herida sobre la ceja.

- ¿Qué te pasa? Le pregunté alarmada
- No es nada, no te preocupes por mí. Tu lo que tienes que hacer, me dijo, es volver urgentemente a Zaragoza. Te llegarán noticias de Ramiro.

Ante mi sonrisa de agradecimiento, su voz sonó más seria que nunca, cosa que me dejo petrificada.

- ¡Y no dejes que nunca - óyeme bien- nunca, nadie te maltrate!

De regreso a Zaragoza pensaba ¿cómo se habría enterado mi tío de que Ramiro me golpeaba?

Entrando en casa, una vecina me avisó que esa mañana un guardia civil había preguntando por mi paradero, dejando recado que en cuanto llegara me presentara en el cuartel. Allí fue donde me dijeron que Ramiro, mi marido, había muerto en extrañas circunstancias en su pueblo, cerca de Vigo. Parecía ser un accidente.

Cuando llegué a Vigo, ya lo habían enterrado. Pasé a ver a sus familiares. Unos primos hermanos era lo que le quedaba de la familia, pero no quisieron recibirme. La Guardia Civil me informó que al parecer había subido al alto del campanario, borracho como estaba y cayó, o se arrojó, al vacío. La última tarde, antes de marcharme, visité su tumba. Aturdida y con sentimientos encontrados, al salir del camposanto, un sobrino suyo se acercó y me dijo:

- Nadie te dirá nada, pues debe ser cosa de meigas.
- ¿Qué es lo que pasó? Le inquirí con ansiedad.
- Esa noche salió Ramiro del bar, como si alguien le llamara, pero no estaba borracho, al menos tanto como para caerse, yo estaba allí. Agachó la cabeza el muchacho.
- ¿Y que pasó? Apremié.
- Al rato le oímos gritar y discutir con una persona, pero no había nadie en el contorno. La riña parecía continuar. Era sobre las ocho de la tarde y comenzaba a anochecer. Al verle, desde el bar, al borde del campanario un grupo decidimos subir. El muchacho calla y mira a su alrededor…
- Continúa, por favor, le ruego,
- Cuando llegamos arriba, nadie vio nada. Nada más a Ramiro. Sólo yo percibí a su lado un hombre con el rostro ensangrentado. Le faltaba la mano izquierda… y con el índice de la derecha en sus labios me indicaba que guardara silencio. Acto seguido, con el muñón tocó el badajo y… todos vimos cómo una paloma saliendo de la campana se lanzó al aire, rozando apenas a Ramiro, que cayó. El manco se había transformado en paloma ante mis ojos. Por eso le advierto que no pregunte más. Es cosa de meigas. Se giró y comenzó a alejarse lentamente.

Así acabó la narración de tía Felisa, pero desde entonces una extraña sensación me acompaña cuando recuerdo al tío Babil. Tal vez sea que empiezan a encajar ciertos hechos y vivencias que están conformando mi vida. A veces presiento a mi tío Babil, guiñándome un ojo en medio de alguna de ellas.

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